Continuamos con la serie "Fragmentos de apocalipsis", del sacerdote D. Luis Santamaría, en su entrega número 11:
Habrá lectores que estarán pensando en la falta de ortografía mayúscula –y nunca mejor dicho– que parece tener el título. Ya estamos acostumbrados a ver escrito “Armagedón” sin mayor problema, gracias sobre todo a la película Armageddon (Michael Bay, 1998). Si efectuamos una búsqueda en Google, nos encontramos con que la versión sin la “h” inicial pierde por 17 contra 1. Sin embargo, en su Diccionario enciclopédico de las sectas, Manuel Guerra, experto en Filología Clásica, coloca el término entre los que comienzan por “h”, “porque en griego su vocal inicial tiene espíritu áspero”, y éste suele pasar al latín y al castellano de esta forma.
Hecha la precisión terminológica, que no pasa de ser una curiosidad, vamos a entrar en el tema. El Harmagedón (o Harmaguedón) se ha popularizado como sinónimo de algo apocalíptico y catastrófico, y en ese sentido tomó el título la película antes citada, protagonizada por Bruce Willis. También encontramos el término en contextos que nos hablan de sucesos dramáticos en los campos más variopintos. Por ejemplo, hace poco Televisión Española ha estrenado entre nosotros una serie documental titulada Armagedón animal, que narra la extinción de los dinosaurios y otros grandes eventos de la historia de nuestro planeta. Según la información difundida por la emisora estatal, esta producción de Digital Ranch “transporta a los televidentes al centro de los más horrorosos desastres de la historia de nuestro planeta”. Los títulos de los capítulos no pueden ser más ilustrativos: “Rayos de muerte”, “El infierno en la tierra”, “El día del juicio final”, “Pánico en el cielo”, etc.
Además, las personas que estén familiarizadas con las publicaciones de los testigos de Jehová, habrán visto en más de una ocasión la referencia a esa palabra, que ellos escriben Armagedón, fieles a su procedencia norteamericana (en inglés se usa sin la “h”). Otras sectas de impronta cristiana también emplean el término, e incluso algún grupo esotérico. ¿De qué se trata? Hay una cita bíblica que es el origen de todo esto: Ap 16,16. En este lugar del libro de la Revelación leemos que, para la batalla del gran día de Dios, “reunieron a los reyes en el lugar llamado en hebreo Harmagedón”. Y, como resume en su nota exegética la Biblia Interconfesional, es “un buen símbolo para significar el desastroso fin que aguarda a los ejércitos enemigos de Dios allí reunidos”.
Harmagedón es el lugar de la gran batalla final, según la visión bíblica, en la que Dios por fin destruirá a Satanás y a todos aquellos que representan el mal, en la clave del anuncio profético del “día de Yahvé”. No hay referencias temporales, ni se concreta quiénes luchan exactamente. El nombre, que aparece únicamente en este versículo de la Biblia, se refiere de forma literal al “monte de Meguido”. Era una antigua ciudad cananea situada entre el monte Carmelo y las montañas de Samaria, en un enclave estratégico desde el punto de vista comercial y militar. Su fortaleza era de paso obligado en la Vía Maris, que unía Oriente Próximo y África. En consecuencia, fue escenario de grandes operaciones bélicas. El primer enfrentamiento importante que conocemos es la derrota del general Sísara a manos del ejército hebreo, y allí murieron también los reyes Jorán, Ocozías y Josías.
El libro del Apocalipsis retoma este enclave tan significativo para situar allí la gran batalla final de todos los enemigos de Dios contra el Cordero, que es Jesucristo. Será éste el vencedor, acompañado de sus fieles (y no de ejércitos celestiales), frente a las tropas de los impíos. Hay que ir al capítulo 19 del libro para encontrar el desarrollo y el sentido del combate, protagonizado por un jinete con el manto empapado en su propia sangre, y que destruye a sus enemigos no con el derramamiento de la sangre ajena, sino hiriéndolos con la espada afilada que sale de su boca, la Palabra de Dios. Algunos biblistas han hecho notar el significado profundo de este pasaje, en la clave simbólica de todo el relato apocalíptico: Dios ya ha vencido al mal a través de su Hijo Jesucristo, muerto y resucitado. Su intervención definitiva (escatológica) en la historia ya ha sucedido, y los últimos tiempos han comenzado con la Pascua de Jesús. La salvación ya ha llegado, no hay que esperarla para un futuro más o menos lejano.
Todo esto tiene, en una correcta comprensión bíblica, un efecto que previene de los posibles riesgos interpretativos extremos: caer por un lado en la angustia milenarista que atisba en el horizonte de la historia un combate destructor, o por otro lado espiritualizar tanto el texto que deje toda responsabilidad futura para las esferas celestes. Xabier Pikaza señala en este sentido que, más allá de la localización de la gran batalla –cuya correspondencia con Meguido pone en duda, ya que el libro de Ezequiel la situaba en el entorno de Jerusalén–, “no importa el lugar ni el modo externo del combate, no interesan las señales cósmicas, objeto de disputa erudita o magia evocativa. El verdadero Armaguedón está donde la Iglesia se mantiene fiel a su compromiso de resistencia evangélica”.
Como dice Enzo Bianchi en su comentario al Apocalipsis, el último libro de la Biblia habla de Jesucristo “no en términos dogmáticos o de teología sistemática, sino con una concreción de tipo bíblico, mediante una relectura de su aventura dentro del gran cuadro de la historia”. Esta lectura del texto sagrado, que comprende la cuestión de la batalla de Harmagedón en su contexto literario y teológico, tal y como hay que entender el libro del Apocalipsis, nos sustrae de cualquier interpretación catastrofista y amenazadora, y también de una exégesis literal del escrito. Este último tipo de exégesis, que conlleva un carácter ciertamente atemorizador, es el propio de la tradición adventista, que encarnan fundamentalmente los adventistas del Séptimo Día y los testigos de Jehová. Veremos sus interpretaciones del Harmagedón en los artículos siguientes, y nos acercaremos a otras sectas y corrientes que dan importancia a este acontecimiento, en un sentido ciertamente distinto al que hemos resumido.
Fuente: En Acción Digital
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