Después de terminado el curso escolar, contaré una anécdota tomada precisamente del mundo educativo. Hace unos días me contaron que en la eucaristía de fin de curso de los profesores de un colegio regentado por una congregación religiosa femenina se leyó un texto peculiar, por llamarlo de alguna manera antes de entrar en su valoración.
Dos datos son necesarios para contextualizarlo: el primero, que fue leído antes de la liturgia de la Palabra, y por lo tanto no “sustituyó” a ninguna lectura de la Sagrada Escritura. El segundo, que la celebración tuvo lugar justo el día en el que la Iglesia católica celebra la memoria de San Ireneo de Lyon, obispo nacido en Esmirna (Asia Menor, actual Turquía) en el siglo II y muerto en la ciudad francesa que pastoreó, uno de los llamados Padres apologistas. Aunque la Misa tuvo un acento fundamental de acción de gracias por el curso escolar finalizado y por la dedicación y entrega de las consagradas y del resto de los docentes, se celebró en comunión con toda la Iglesia la memoria litúrgica del santo obispo francés, con los ornamentos rojos incluidos, propios en el recuerdo de alguien que destacó no sólo como combatiente de la herejía gnóstica de su tiempo, sino también como mártir de Cristo.
El texto en cuestión, muy poético y atractivo, leído por un profesor del colegio, llevaba la firma de Amado Nervo [en la foto]. Este poeta mexicano nacido en 1870 tiene un estilo en el que destaca, según los entendidos, “una espiritualidad mística”, debida quizás a su paso por el Seminario de Zamora (la mexicana, en Michoacán), y más tarde a la muerte prematura de su esposa. En sus versos puede verse cómo trata el tema de la vida y de la muerte, los misterios de la existencia, etc. Nervo, encuadrado en el modernismo (lo han llamado “hijo literario de Rubén Darío”), fue periodista, profesor, inspector de Enseñanza y diplomático, así que estamos ante un hombre en el que no riñen la vocación poética y la vida mundana.
Sin entrar con mucha profundidad en su vida y obra, sí se debe reseñar, a la hora de entenderlo, su relación fluctuante con la fe católica, y así podemos encontrarnos con períodos de una escritura más difusamente espiritual y panteísta, y momentos más cercanos a las creencias ortodoxas de la Iglesia. Y un último apunte de interés: según algunas publicaciones masónicas, este escritor habría sido uno de los más célebres “hijos de la Viuda” iberoamericanos (así es como se denominan los miembros de esta sociedad secreta).
No pretendo enjuiciar al autor, al que no conozco lo suficiente, ni a su obra –que, completa, ocupa 29 volúmenes–, sino limitarme al hecho de la lectura de un texto concreto en prosa de Amado Nervo en una Misa que, casualmente, se celebró el día de San Ireneo de Lyon. El escrito en cuestión lo he encontrado con varios títulos diferentes, pero que dan buena cuenta de su contenido: “El arquitecto escondido” o “Dentro de ti está el secreto”. A primera vista se comprueba su carácter introspectivo y espiritual, incluso de ese género tan de moda hoy como es el pensamiento positivo y la autoayuda. De hecho, comienza con esta frase: “Busca dentro de ti la solución de todos los problemas, hasta de aquellos que creas más exteriores y materiales”.
Sin conocer su autoría, podría atribuirse a cualquier maestro oriental o de la órbita de la Nueva Era. Y queda clara la antropología de fondo: todo puede solucionarse desde el interior de la persona y su bondad natural. No sé cómo encajarían aquí las palabras de Jesús de que lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre, lo que lo contamina (cf. Mt 15, 18-20). Algunos, haciendo esa sabia exégesis interesada que otorga o quita valor a las palabras del Maestro según las propias ideas, dirían que se trató de un ramalazo judío de Cristo, al que de manera momentánea se le escapó una reflexión sobre el pecado y la impureza.
Sin embargo, al dar un paso más allá en el texto de Amado Nervo, leemos estas enigmáticas palabras: “Dentro de ti está el secreto; dentro de ti están todos los secretos”. A poca formación histórica y religiosa que tenga uno, se le saltan todas las alarmas: ¡gnosis! En el cristianismo primitivo muy pronto crecieron los grupos gnósticos, con sus propios textos –considerados apócrifos por la Iglesia– y con una interpretación peculiar de la persona y las enseñanzas de Jesús. Éste habría transmitido una sabiduría oculta a algunos de sus discípulos, y sólo los iniciados en las doctrinas gnósticas podrían acceder a esta verdad críptica.
Como leemos en el Evangelio de Tomás (hallado en Nag Hammadi), puesto en boca de Cristo, “yo comunico mis secretos a los que son dignos de ellos”. En el Evangelio de Felipe se puede ver esta expresión que sintetiza el convencimiento de los gnósticos: “nos ha sido hecho patente lo perfecto y el secreto de la verdad”. En Pistis Sophia leemos cómo Jesús dice a sus discípulos y a su Madre: “Yo os revelaré todos los secretos, desde lo profundo de las cosas interiores hasta lo más exterior de las cosas exteriores”.
Como puede verse, el tema del secreto es recurrente en las doctrinas gnósticas, que en síntesis pretenden llegar a la salvación no por la fe, sino por el conocimiento de una sabiduría oculta (de hecho, gnosis significa “conocimiento” en griego). Esto enlaza perfectamente con las versiones más contemporáneas y comercializadas de la gnosis, que popularizan esta idea del secreto que habita en el interior del hombre. Y es que el texto se remata con esta frase: “Y acertarás constantemente, pues dentro de ti llevas la luz misteriosa de todos los secretos”.
Un secreto que, en el fondo, no es otra cosa que el conocimiento de que cada persona es una chispa de la gran divinidad, y así queda todo arreglado. Por el contrario, San Pablo, cuando habla del mensaje que él anuncia, dice de forma bien clara: “si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rm 10, 9). El secreto interior del que habla el poeta mexicano queda bastante lejos de la fe de la que hablaba el apóstol.
Pero hay otra cosa que llama la atención en el texto, y que es una expresión directa acompañada por otras palabras. Leemos lo siguiente: “Pregunta al arquitecto escondido: él te dará sus fórmulas”. Para cualquiera que tenga algo de familiaridad con la literatura esotérica, es fácil deducir su matriz masónica. Además, es de muchos sabido que a Dios se le conoce en las logias como “el Gran Arquitecto del Universo”. Y otras palabras apoyan esta observación, cuando Amado Nervo continúa escribiendo: “Antes de ir a buscar el hacha de más filo, la piqueta más dura, la pala más resistente, entra en tu interior y pregunta…”. Por eso señalé en la biografía del mexicano como dato de interés su supuesta adscripción a la masonería. Lo fuera o no, el texto tiene una clara influencia de las doctrinas masónicas.
Un elemento importante a la hora de valorar el texto de Nervo lo he encontrado en un profundo estudio de Ana Vigne, investigadora de la Universidad de Toulouse, publicado en la revista especializada Literatura Mexicana. En este artículo, Vigne analiza el libro Plenitud (1917), al que pertenece nuestro fragmento famoso del arquitecto. Y explica cómo en el ex libris de la obra se reprodujo el monograma del anillo del autor, con sus iniciales colocadas de una forma peculiar: “en efecto, la A mayúscula presenta un grafismo que recuerda curiosamente el compás, símbolo masónico muy conocido, y la N, puesta al revés, bien podría equipararse a una escuadra, la otra figura que generalmente lo acompaña”.
La estudiosa explica que el estilo del texto es meditativo, al modo de los ejercicios espirituales. Además, señala que las imágenes empleadas conforman “una serie de metáforas que representan las dificultades del hombre durante su existencia, y que estas imágenes forman una red semántica a través del uso de un vocabulario que remite a la construcción y a la arquitectura”. Un propósito ideológico que Ana Vigne constata a lo largo de todo el libro, conscientemente escrito desde lo enigmático.
Además, profundizando en Plenitud, la investigadora apunta la influencia que tuvo en Amado Nervo un personaje misterioso, fundamental en el esoterismo de la primera mitad del siglo XX: el médico Arnold Krumm-Heller (1876-1949), conocido como el maestro Huiracocha, y que tuvo un importante papel en la política y la cultura mexicana. Masón, espiritista en ocasiones, teósofo y rosacruz, Krumm-Heller trabó amistad con Nervo y, según Vigne, “esta influencia de la retórica utilizada en los medios esotéricos va a llegar hasta a falsear la escritura del poeta, contaminando su expresión poética con un discurso donde se mezclan proselitismo y objetivo didáctico”. Sin embargo, para no destruir su imagen de poeta místico asustando a los lectores, el escritor mexicano habría difuminado el lenguaje esotérico en la obra, llegando así, según la crítica literaria, a una “nueva forma de expresión que conserva las imágenes poéticas, al mismo tiempo que esconde la doctrina de la fraternidad rosacruz”.
Así habría logrado un texto de alcance universal cuyo contenido oculto sólo podría ser accesible para los iniciados. Ana Vigne se pregunta: ¿se trata de poemas en prosa? Y contesta, al final de su estudio: fuera de unos fragmentos contados, el objetivo de Nervo en este libro es “construir un breviario cuyo hilo conductor sería la difusión de una doctrina esotérica, y más exactamente rosacruz”. ¿Cuál es el problema, entonces? Lo que sucedió en la realidad tras su publicación: un gran éxito entre los lectores del poeta, que vieron simplemente un producto literario de carácter espiritual y místico. Pero, en el fondo, su redacción es la de un maestro de una sociedad secreta.
¿Cabe este texto en una Misa? Claro que no. ¿Podría leerse con una aplicación cristiana, pasado por el tamiz de la recta fe? Muy difícilmente. Lo curioso, vuelvo a señalar, es que fuera leído en la celebración de la memoria de San Ireneo de Lyon, autor de Adversus haereses (Contra los herejes), una excelente exposición de la fe católica hecha en polémica con los gnósticos, que eran fuertes entonces y lo siguen siendo ahora, seguramente de forma más sutil e imperceptible.
En este libro, Ireneo advertía sobre los valentinianos: “Éstos, en efecto, ante la multitud usan un tipo de predicación que llaman ‘común’ o ‘eclesiástica’, dirigida a los fieles de la Iglesia, para atrapar y seducir a los más sencillos, haciéndoles creer que predican nuestra doctrina, a fin de que más gente los oiga… Pero, una vez que han logrado apartar a algunos de la fe, mediante cuestiones que les proponen y sin darles ocasión de presentar sus objeciones, los apartan para enseñarles en secreto ‘el misterio del Pléroma’”.
Si San Ireneo hubiera tenido la oportunidad, habría saltado tras la lectura del texto de Amado Nervo en una eucaristía y habría repetido sus palabras, referidas también a los herejes valentinianos: “Se engañan todos aquellos que creen poder distinguir en sus palabras lo que es verdadero de aquello que solamente lo aparenta: porque el error es convincente, verosímil y oculto; en cambio la verdad no busca el secreto, y por eso ha sido revelada a los pequeños”. Jesús es el camino, la verdad y la vida. Y la verdad, como afirmaba el santo obispo lugdunense frente a todos los adeptos del esoterismo –sea explícito o más sibilino–, no busca el secreto.
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